Sunday, September 9, 2007

El Autorretrato...Primera parte

Fuente:http://www.universia.pr/pdf/Autocontemplacion.pdf.
I. Autorretrato: breve apunte sobre sus orígenes e infinitas variaciones.
Corría el año de 1900 y el joven Pablo Picasso firmaba, no una, sino tres veces, Yo, el rey, en un
pequeño autorretrato; ese mismo año, entre los pequeños retratos que exhibiera en el café Els Quatre Gats, en Barcelona, uno llevaba el título de Yo, pero la imagen de factura tenebrista se parecía más a un joven Beethoven que al genio en ciernes que debutaba, ya, como genial caricaturista y competente retratista. En el catálogo de la exhibición Picasso and Portraiture (1996), el entonces Director de Pintura y Escultura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Kirk Varnedoe, en su brillante ensayo sobre los autorretratos de Picasso, comentaba que el artista todavía estaba reacio a dirigir sus precoces habilidades como caricaturista sobre su semblanza, a modo de caracterización (lo que sí había hecho con amigos y conocidos). Picasso no había decidido la manera en que proyectaría la imagen propia al escrutinio del mundo de las artes. No tardaría mucho en develar dos obras maestras con las que daba inicio al asunto. En ellas señalaba parámetros de lo que a lo largo de su vida sería un avatar de in•cal•cu•la•ble invención plástica y conceptual: su autorretrato. Los inconfundibles rasgos realistas, y las infinitas metáforas artísticas, sicológicas y autobiográficas, que este género exigía para ser una obra maestra, y no una mera semblanza, fue algo que comprendió, cuando apenas había cumplido la mayoría de edad. Dos obras de 1901 -Yo Picasso, hoy en una colección privada (de marcada aproximación al fauvismo), y Autorretrato, en el Musée Picasso (éste pintado en el sombrío estilo azul)- son de sus primero iconos de identidad física y mítica. El énfasis en elementos de estilo, prestados u originales, que fungen como agentes catalíticos de caracterización en estas dos pinturas, ejemplifica la ascendencia de los aspectos formales,
con vida propia, en el autorretrato del siglo XX.
Picasso fue uno de los primeros en perpetuar y asegurar la supervivencia del autorretrato hasta el
presente, gracias a la metamorfosis de forma y substancia que él provocó en el mismo. En las palabras de
Varnedoe: “As one upshot of his overall fusion of truth-seeking and myth making, this process involved
dis•cov•ery, disclosure, and disguise in varying dialogue.” Este incidente en la vida del gran genio es
paradigmático de cómo, con su mirada irreverente y su magistral invención, re-definió géneros y diversificó procedimientos y técnicas del pasado, para dar vida nueva al concepto de lo que sería arte durante el siglo XX.
Logró una fusión de lo real -la búsqueda de la verdad- y la posibilidad para la creación de un nuevo mito –para que se (diera) el descubrimiento, la revelación y también el enigma- propios al discurso del gran arte...particularmente en el autorretrato.
Un vistazo general a la génesis del autorretrato y a su evolución durante los seis siglos de su existencia,
ayudan a definir la peculiaridad del género. El retrato tiene una existencia de miles de años, el autorretrato tan sólo de siglos. Explicar las razones de por qué esto fue así requeriría mucho más espacio de lo que aquí
disponemos y, además, no es necesario para nuestro propósito. Lo que se quiere es dar un marco de referencia que permita entender mejor y apreciar la muestra que se nos ofrece de pinturas del autorretrato en Puerto Rico.
Por lo tanto, lo que sigue no debe de entenderse sino como una selección mínima que informe sobre la
evolución del autorretrato, a grandes rasgos, desde el Renacimiento hasta el presente. El énfasis estará en
señalar sus múltiples roles, desde sus inicios, y destacar la variedad de funciones expresivas, sociales,
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sicológicas, etc., que marcaron su evolución y variedad entre los otros géneros de las artes plásticas.
Un autorretrato no es otra cosa que un retrato de uno mismo. Hay dos puntos que se deben tener en
mente cuando se escribe o dialoga sobre el autorretrato. El primero es, que nadie se puede ver del cuello hacia arriba, ni aún el más genial de los artistas. Nuestra faz está vedada a nuestra mirada. Tan sólo la podemos conocer por la imagen que se refleja en un espejo o por otra representación, i.e. una fotografía o un boceto que se ha hecho por otra persona, nunca nos podemos mirar la cara. El segundo punto tomaría en cuenta las razones para la tardía aparición del genero del autorretrato entre otros de las artes plásticas (apareció por vez primera hace aproximadamente seis siglos).
La explicación de por qué esto fue así sería larga y muy compleja; simplificando peligrosamente el
asunto, se podría decir lo siguiente. Cánones sociales y religiosos asignaron jerarquías al arte mimético
(de la imitación de la naturaleza) desde sus inicios, particularmente cuando del cuerpo humano se trataba. Es lo que podríamos llamar la mística o hieratismo que rodeaba la representación de un ser humano -tenía que haber una razón muy poderosa para que se pudiera reproducir la apariencia de quien fuera digno de esa distinción. El artista-pintor fue considerado por siglos como un mero artesano, uno que se ganaba la vida laborando con sus manos, y no se le reconocía fama individual alguna que lo hiciera meritorio de representarse a sí mismo. Dante Alighieri, el gran poeta de la Divina Comedia (1306), fue el primero en reconocer a su contemporáneo, Giotto di Bondone (1266-1337) -considerado hasta hoy como uno de los creadores de la pintura moderna occidental- como un ‘hombre de fama’. Es decir, reconocía a un pintor como a los literatos de su día, los poetas, que sí se consideraban dignos de este reconocimiento por ser su pensamiento lo que les distinguía, y no una labor física.
De Dante había retratos contemporáneos, pero habría que esperar al próximo siglo para reconocer los primeros autorretratos de pintores (italianos y neerlandeses).
En el Protorrenacimiento (1401-1490), dos ejemplos sobresalientes que indican el surgimiento
incógnito del autorretrato, son de dos geniales artistas (conocidos por sus apodos): Masaccio (Tommaso di Ser Giovanni di Mone, 1401-1428) y Botticelli (Sandro Filipepi, 1445-1510). Ambos se incluyen como modelos de personajes en sus obras, en compañía de muy excelso rango. En el fresco del Tributo, una de las historias de la vida de San Pedro en la Iglesia de Santa María del Carmen, en la Capilla Brancacci, en Florencia, Masaccio aparece como uno de los apóstoles (muchos de los otros ‘apóstoles’ son sus amigos artistas); todos rodean a Cristo que está dando órdenes a Pedro para que pague un tributo que se le exige. El creciente realismo permitió que, anónimamente, se incluyeran como modelos al artista y sus amigos. Años después, Botticelli se colocó en primer plano pictórico como uno de los acompañantes de los Reyes Magos en una de sus Adoraciones; en esta pintura se retrata a varios miembros de la familia de los Medici como modelos de los personajes que adoran al niño Jesús. Estos son dos ejemplos, entre otros que se podrían citar, de la primera aparición de autorretratos en el nuevo diálogo entre lo sagrado y lo secular, que el humanismo renacentista hizo posible.
La costumbre de retratar a miembros de la nobleza, religiosos, ricos burgueses y mecenas de las artes
como parte de las historias sagradas, o flanqueando la historia central en el rol de donantes, estaba ya
generalizada durante el siglo XV en Italia y sobretodo en Flandes. Es en ese siglo que la pintura neerlandesa tiene uno de sus capítulos más brillantes en la producción de retratos de impresionante realismo. La excepcional fama, por no decir notoriedad artística, de El retrato de Giovanni (?) Arnolfini y su
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mujer (1434), es paradigmático de la exquisita factura de estas pinturas y a la vez documenta el ascendente rol del artista en la sociedad. En un espejo circular, colocado al fondo de la habitación en que se encuentra la pareja, se puede ver, a la inversa, todo el interior de ésta, e incluye en su reflejo nuestro espacio, el del
espectador frente a la obra. Reflejados en el espejo se encuentran un desconocido y el artista. Una inscripción encima del espejo lee: Jan van Eyck estuvo aquí. Esta pequeña obra maestra no sólo documenta la unión del mat•ri•mo•nio Arnolfini, sino que señala enfáticamente el emergente reconocimiento del artista como artífice y como miembro afamado de su sociedad contemporánea.
Tales son ejemplos sobresalientes del comienzo del autorretrato en las artes de Occidente. Sin
embargo, hay que señalar que la creciente importancia del retrato como género artístico y la repetida presencia del autorretrato durante el temprano Renacimiento, no elimina el hecho de que ambos no serán reconocidos, a la par en importancia con la pintura religiosa, histórica y de la mitología clásica, hasta el siglo XVII.
El Alto Renacimiento trajo consigo una adulación hasta entonces desconocida para pintores como
Leonardo, Rafael, Miguel Ángel y Tiziano. El primero, se dice, murió en los brazos del rey Francisco I de
Francia; pasó en su corte los últimos años de su vida, con el único compromiso de hablar de vez en cuando con Su Majestad. Su genio como artista iba acompañado de una lista interminable de conocimientos de lo que hoy identificaríamos como distintas ciencias, relacionadas con defensas militares y hasta agrónomas y pluviales. Rafael y Miguel Ángel fueron llamados ‘divinos’, por su obra en la corte de Julio II (quien fue en gran medida el agente catalítico del Alto Renacimiento). La inspiración de estos artistas, se argumentaba, no podía venir sino directamente de Dios. Y Tiziano se podía dar el lujo de decirle a príncipes, y hasta al Emperador Carlos V, que ellos tendrían que venir a Venecia si querían ser retratados, porque él no podía ir donde ellos.
Los autorretratos de Miguel Ángel y de Tiziano (Rafael también hizo su autorretrato) reflejan su
nueva fama y son tan distintos en factura como en su metáfora plástica y conceptual. Sus propuestas son
diametralmente opuestas en lo formal y lo icónico. Miguel Ángel se incluye, grotescamente deformado, en el Juicio Final de la Capilla Sixtina, como el pellejo desollado de San Bartolomé; esta es una referencia analógica a la misma muerte sufrida por Marsias, el músico frigio de la mitología griega, inventor de la flauta, que había sido desollado vivo por Apolo como castigo de su soberbia por haberle retado en un torneo musical. En la corte de humanistas versados en el Neo-platonismo del momento, a nadie se le escapaba el hecho de que este autorretrato de Miguel Ángel era un icono de humildad; pide a Cristo perdón por lo que en su obra artística -- que le ameritó ser llamado un ‘creador’ humano- pudiera ofenderle.
Muy contrario es el ánimo que inspiró uno de los grandes autorretratos de su contemporáneo Tiziano.
Cuando todavía le faltaban 20 años de su longeva vida, Tiziano se pinta proyectando una imagen de astucia, inteligencia y aristocrática pose, imagen que manifiesta la seguridad del hombre famoso y rico, un gran señor, identificándose como uno de los artistas más respetados del Renacimiento. Lleva sobre su pecho la cadena de oro que le hacía caballero, concedida por el emperador Carlos V. Su autorretrato es un icono de proporciones históricas insólitas, anteriormente impensable, pues el artista se reconoce a sí mismo como noble y genial artífice por sus méritos intelectuales y artísticos, creador de mitos de los poderosos, y no por su oficio y trabajo manual. Sirvan estos dos ejemplos para desmentir el comentario, que con frecuencia se oye, de que fue en el siglo XX que el autorretrato se liberó de su función principalmente mimética para permitir múltiples funciones icónicas.
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A partir de ese momento, reproducir su semblanza era para el artista una oportunidad de reafirmar su
nueva jerarquía en la sociedad sin menoscabar la posibilidad de asumir, además, un rol como protagonista en el campo de la alegoría y la fantasía. Desde entonces otros usaron el autorretrato para exorcizar monstruos que habitaban en su mente -Caravaggio, Goya, van Gogh y llegando hasta Dalí, se despliega una pléyade de fantasmagóricas imágenes de esta categoría. Sería imposible detallar en estas páginas los infinitos cambios y personificaciones que este poderoso avatar artístico fue acumulando en su repertorio, llegando hasta el presente. Hasta en sus aspectos formales y materiales se experimentaba para lograr imágenes que rebasaran la replicación como principal función del género. Parmigianino (1503-1540) mandó a construir una tabla redonda y convexa, simulando un espejo de esta forma, para experimentar con efectos espaciales inusuales y la deformación que conllevaba de las formas representadas. Esto no evitó que Vasari, pintor y biógrafo de los artistas italianos desde Giotto a Miguel Ángel, declarara que el artista, en esta obra, más que un hombre parecía un ángel. Medio siglo después, Michelangelo Caravaggio usaría su cara para personificar, horripilantemente, el Goliat degollado; la mítica Medusa corrió igual suerte, su cabeza cercenada por Teseo fue pintada sobre un escudo ceremonial. Las dramáticas imágenes de degollación, que desde entonces era metáfora de la castración (no hubo que esperar a Freud para ser interpretada como tal), simbolizan la terrible angustia, podríamos decir existencial, que el artista creador del tenebrismo y de un incondicional realismo vivió a lo largo de su corta vida.
Documentan su carácter irascible y las ambivalencias emocionales y sexuales de su trágica existencia.
Los ejemplos de Parmigianino y Caravaggio son evidencia del temprano y variadísimo desarrollo del
autorretrato que, sumados a los anteriores, dan a conocer la pluralidad de artistas que lo usaron como medio
expresivo de aspectos sicológicos propios, de intensa emotividad.
Fue también en el siglo XVI que la mujer artista hizo su debut en las artes plásticas. Un noble del norte
de Italia, muy adelantado para su época de prejuicios terribles en contra de la mujer, especialmente en lo que tocaba a su educación, no sólo educó a sus seis hijas de igual forma que a su único hijo (en las disciplinas humanísticas de la época), sino que les instó a que persiguieran carreras en el mundo de la creación musical, literaria y muy especialmente en la pintura. Sofonisba Anguissola (1528-1625) una de sus hijas, no sólo llegó a ser admirada por Vasari y Miguel Ángel, sino que fue pintora oficial de la corte española por veinte años. Desgraciadamente, mucha de su obra pereció en un fuego del palacio en el siglo XVII y no quedaron autorretratos de ella. Conocemos, sin embargo, el excelente autorretrato de Artemisia Gentileschi (1593-ca.1653), proveniente de una familia de artistas, que se representó como La Pittura, en 1630 en un autorretrato alegórico de su profesión, en el que varios elementos emblemáticos ensalzan su vocación y reconocen su deuda de gratitud con su padre, su maestro. Elizabeth Vigée Lebrun (1755-1842), pintora de más de veinte retratos de Marie Antoinette, pintó cuarenta autorretratos a lo largo de sus 87 años. Y así podríamos seguir multiplicando el distinguido rol de la participación de la mujer en este género, hasta llegar a Frida Kahlo (1910-1954) y Ana Mendieta (1948-1985) que ampliaron el uso de su imagen a nuevas propuestas de un autorretrato híbrido en el siglo XX, que va desde lo surrealista hasta performance y body art.
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Los grandes maestros del llamado Barroco -Rubens, Velázquez, Rembrandt (de quien se podría decir
que dejó una extraordinaria autobiografía en las decenas de autorretratos que son crónica de sus logros e
infortunios), Poussin y todo un batallón de excelentes pintores adicionales- dejaron para la posteridad su rostro en los más variables modos. Y en Las Meninas de Velázquez, un retrato de la Infanta Margarita y el único autorretrato de Velázquez, en el acto de pintar y de pintarse, se unen en la gran simbiosis conceptual y plástica de la representación como eje central en la pintura occidental hasta el siglo XX. A partir del siglo XVII el género -retrato-autorretrato- queda establecido en las emergentes Academias de Bellas Artes, como gran pintura, a la par con la religiosa, mítica e histórica. Gustave Courbet (1819-1877), en El taller del pintor (1855), se representa pintando un paisaje, en el centro de una gran pintura que incluye en su entorno incontables temas de su obra -una modelo desnuda detrás de él admirando el lienzo dentro del lienzo (simboliza la naturaleza como fuente de todo arte), y un nutrido grupo de amigos, literatos, músicos, etc. validan el título que él le dio a esta obra: L’Atelier: Una alegoría real de siete años de mi vida artística. El autorretrato del pintor en su taller y quehacer, el artista realista por antonomasia, del siglo XIX, democratizaba el autorretrato, y lo elevaba a un rol de manifiesto humanista, en
una sinopsis alegórica de infinitas proyecciones. Cuatro años después de la muerte de Courbet, nacía Pablo Picasso. Cuando a los 19 de vida se firmaba ‘Yo, el rey’, en uno de sus primeros esbozos de un pequeño autorretrato, intuía que muy pronto tendría que presentar su autorretrato para validar esa aseveración de soberbia y de auto-reconocimiento como el joven genio que ya era: la enigmática imagen cuyo modelo él nunca podría ver, pero que lo representaría en lo más íntimo de su ser.
La taumaturgia del autorretrato es que acaba siendo no sólo una representación de la apariencia física
del artista, sino la proyección de yo, el artista. Autorretratarse es dar forma a su identidad mítica, es lo que
divulga o esconde a través de las máscaras que él, como el actor en el teatro clásico, da vida a un personaje con su discurso creador. Es la auténtica metamorfosis de lo que no se puede ver, convertido en un icono de epifanía, de aparición, del yo que ni él mismo conocía antes de hacerlo. Soplar vida a una imagen que busca la verdad propia es un proceso de mitificación que incluye descubrimiento, revelación, y disfraces; es el diálogo siempre variable de materializar la persona, no su apariencia -de ahí nace el autorretrato.

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